En 1945, mi madre dio a luz a otro hijo, al que llamó Luigi (Gino). Unos meses después de su nacimiento, el niño tuvo una fiebre alta y se enfermó de meningitis.
Debido a esta desgracia, su cabeza se dobló hacia atrás de tal manera que la nuca tocaba la parte trasera de su espalda; para comer, el niño tenía que ser colocado boca abajo.
Según mi padre y todos nuestros familiares, tanto de su lado como del lado de mi madre, quienes eran todos no creyentes, la culpa de esta maldición recaía en mi madre porque se había convertido al Evangelio. La insultaban, la humillaban, e incluso le decían que San Cosme (el Santo Patrón de Massafra) la estaba castigando a ella y a su familia por culpa de su “nueva religión”.
Mi abuela materna le decía: “María, mírate en el espejo... ¿no ves que tu rostro es como el del diablo?” Así, mi madre fue apartada de toda su familia.
Mi padre comenzó a prohibirle que visitara la casa de Angela Maria, el único lugar donde mi madre podía escuchar la Palabra de Dios y tenía la oportunidad de orar con otros pocos creyentes evangélicos.
En lugar de reclamar, ella seguía hablando de Jesús; muchas veces le decía a mi padre: “Dale tú también el corazón a Jesús y verás cuán hermoso es. Escucha Su Palabra y oremos juntos, y Él [Jesús] hará Su obra.” Pero cuanto más mi madre decía estas palabras, más se enfurecía mi padre, con la consecuencia de que su prohibición de frecuentar a su hermana se hacía aún más estricta.
Con tal de seguir escuchando la Palabra de Dios, mi madre iba en secreto a ver a Angela Maria y siempre trataba de no darle a mi padre la oportunidad de enfadarse una vez más. Para ocultar sus salidas, organizaba el almuerzo y todas las tareas con precisión y a tiempo perfecto (ya que él siempre buscaba cualquier pretexto para atacarla). Sin embargo, el Señor siempre la protegía y tanto al hablar como en todas las cosas que hacía, le daba fuerza, mucha calma y sabiduría.
Todo el vecindario, sin embargo, seguía insultándola, repitiéndole continuamente que todo su pecado lo estaba pagando el pequeño hijo, que seguía enfermo a pesar de su fe. Ella, impertérrita por su carácter pero sobre todo por la certeza de estar en el camino correcto, el camino de Dios, continuaba testificando que Jesús salva y sana.
En 1947 nació otra niña, a la que llamaron Rosa Antonia (Antonietta).