Mi madre solía sentarse frente a la puerta de la casa, cuando estaba libre de las tareas domésticas o cuando hacía mucho calor. Un día, mientras estaba allí sentada, vio a un joven detenerse en la puerta de al lado y decirle a la señora que vivía allí: “¡Paz!” Mi madre no entendió si ese joven había dicho paz o “paccj,” que en dialecto massafrese significa “loca.” En la duda, le preguntó entonces a su suegra, que estaba con ella: “Mamá, ¿escuchaste a ese joven? ¿Dijo paz o “paccj”?
La suegra respondió: “Hija mía, con esas personas no hay que tener nada que ver porque son personas excomulgadas, ¡no aman a los santos!”
Sin embargo, esa palabra que había oído de la boca de ese joven, paz o loca, no se iba de la cabeza de mi madre. Curiosa, y a escondidas de su suegra, se levantó y fue a la vecina para aclarar su duda: “Disculpe, señora, ese joven que vino a verla el otro día, ¿qué quiso decir, paz o paccj?”
La señora, muy tranquilamente, le respondió: “¡Dijo ‘paz’!” En ese momento, mi madre le preguntó qué significaba esa palabra.
La señora, que era muy amable, le respondió diciéndole que ese joven era un evangélico y que su saludo era “paz a vosotros,” el mismo que daba Jesús. La señora continuó diciéndole que ese joven evangélico también le había regalado una Biblia (que es el testamento que Jesús dejó), pero que por falta de tiempo nunca lograba leerla.
Mi madre era analfabeta y no sabía leer, por lo que le dijo: “Mire señora, yo no sé leer, pero usted sí. Sin embargo, como no tiene tiempo, hagamos una cosa: yo le limpio las habas (es decir, tenía que desvainar las habas secas) y usted lee, porque tengo mucha curiosidad por saber qué dice la Biblia.”
Así que Ángela María (ese era el nombre de la señora) aceptó el trato y comenzó a leer la Biblia, y la cosa continuó por mucho tiempo. Leían la Biblia y luego oraban.
El joven que había saludado con “paz” a Ángela María se llamaba Paolo Spada, y como también él era analfabeto, comenzó a escuchar la Palabra de Dios con las dos mujeres, y luego los tres oraban juntos. El Señor, así, comenzó a bendecirlos.
En 1937, mi madre dio a luz a otro hijo, al que llamó Donato. En ese periodo en Italia había persecución fascista contra los evangélicos pentecostales, pero los creyentes también eran perseguidos por el clero. En Massafra, sin embargo, no existía una iglesia pentecostal y los pocos creyentes evangélicos que había se reunían en la casa de Ángela María.
Mi madre a veces iba a Mottola a visitar a su familia. Allí había una iglesia bautista, a la que asistía cada vez que iba a Mottola.
Poco después, comenzó a venir a Massafra un hermano, Pola de Ginosa, que era predicador.
Un día, mientras mi madre estaba sola en casa, se puso a orar y comenzó a sentir dentro de ella una gran alegría: sentía la presencia de Dios en su corazón y empezó a hablar en otras lenguas; no entendía lo que le estaba pasando, porque nunca le habían hablado del Espíritu Santo. Cuando, como de costumbre, se encontró con los hermanos para orar, el Espíritu Santo comenzó a manifestarse de nuevo y mi madre empezó a hablar en otras lenguas; la hermana Ángela María, al no estar tampoco al tanto del bautismo en el Espíritu Santo, pensó que esa manifestación era “extraña” y no provenía de Dios.
Cuando, después de unos días, el hermano de Ginosa vino a visitar a los creyentes de Massafra, lo primero que hizo la hermana Ángela María fue contarle lo que le había sucedido a mi madre durante la oración. La hermana dijo: “No lo sé, quizás sea algún espíritu y esto no provenga de Dios.” El hermano le respondió: “No te preocupes, ahora veremos.”
Durante la oración, mi madre nuevamente comenzó a hablar en lenguas y hubo una gran manifestación del Espíritu de Dios. El hermano, entonces, explicó el pasaje de Pentecostés y que esa promesa no era solo para los discípulos, sino para todos cuantos el Señor llamaría después (como está escrito en Hechos en el capítulo 2) y por lo tanto agregó: “¡La hermana María ha sido bautizada en el Espíritu Santo!”
En ese tiempo también le hablaron del bautismo en agua, el que se hace en obediencia al mandato de Jesús de ir por todo el mundo a predicar el evangelio, bautizando a cada pecador arrepentido en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo (Mateo 28:19). Mi madre entonces decidió y dijo: “¡Yo quiero bautizarme según su mandato!” Así que la bañera de la hermana Ángela María se utilizó como pila bautismal, y así como está escrito que los ángeles hacen fiesta en el cielo por un pecador arrepentido (Lucas 15:7) así también hubo gran fiesta en la tierra. ¡Gloria a Dios!
En 1940 nació otra hija, María Anunciata (la suscrita, Titina, como siempre me han llamado).
En ese periodo estaba en curso la Segunda Guerra Mundial, y era muy difícil encontrar comida, especialmente para las familias más pobres; solo se compraba harina y otros bienes alimentarios indispensables, y para hacerlo se utilizaban unas tarjetas que distribuía el Ayuntamiento y que daban derecho a una cierta cantidad de bienes, según el número de miembros de cada familia. Todo lo que se podía tener era escaso y racionado, se sufría hambre.
En 1942, mi madre dio a luz a otro hijo, al que llamó Antonio; la familia seguía creciendo y la comida disminuía cada vez más. Mi madre oraba siempre al Señor para que proveyera lo necesario.
Recuerdo una vez… mi hermano Donato era pequeño, tenía unos 5 años y decía: “¡Tengo hambre!” y mamá respondía: “El Señor proveerá y comeremos.” Él, ante esa respuesta, dijo: “¡Entonces oremos al Señor!”
Mamá, que para cada necesidad confiaba en la ayuda de Dios, acogió de inmediato esa petición y oramos todos juntos. Al poco rato escuchamos un golpe en la puerta. Mamá fue a abrir y era una vecina, que le dijo a mi madre: “María, ayer se casó mi hija y muchos invitados no se presentaron. Quedaron bandejas enteras de pasta al horno, de patatas y carne y pensé que no te ofenderías si te trajera un poco, ya que tienes muchos niños en casa. Si quieres, te traigo todo a ti.”
La sorpresa y la alegría fueron enormes; de no tener nada para comer, de repente teníamos la mesa milagrosamente llena de deliciosos alimentos.
Mi madre no solo aceptó todo ese bien que Dios le había provisto, sino que testificó a esa mujer lo que había sucedido y cómo el Señor había entrado en su corazón en respuesta a su oración y le agradeció.
¡Vimos realmente el milagro de Dios!
Mi madre y nosotros, sus hijos (1996): Mamá, Giovanni, Donato, María Anunciata, Antonio, Luigi, Antonietta, Elia