Durante toda su vida, las experiencias que mamá había tenido con el Señor se difundieron en muchas zonas de Italia y en el extranjero… incluso en Australia, donde mi hermano Antonio se había trasladado como misionero desde los años setenta.
En todas partes se hablaba de los milagros recibidos y de su fidelidad al pacto hecho con el Señor. Siempre era una bendición, y en cada lugar donde se encontraba, le pedían que testificara de las grandes obras que Dios había realizado en su vida y en su familia. Tenía más de noventa años cuando fue a Australia por última vez… con alegría y emoción aprovechaba cada ocasión para dar toda la gloria a Dios, subrayando siempre el amor y la bondad del Señor hacia su alma y toda la humanidad.
A menudo cantaba un canto muy querido para ella, con el cual expresaba su celo, su amor por el Señor y el deseo de vivir por la eternidad con Él:
Manda desde el cielo Señor
tus rayos aquí abajo
Hazme ver el esplendor
de Tu gloria Jesús
Anhelo sentirte en el corazón,
amarte aún más
Si estoy cerca de Ti, seré vencedor
y contento en mi caminar
Siento en el corazón Tu voz
Ella me habla de amor
Me conduce en Tus caminos
hasta que llegue
A Tu casa Señor, me deleito en quedarme
Amo ser fiel, caminar contigo
No hay nada en el mundo para mí
Señor Santo, Tú eres,
tres veces Santo eres Tú
quiero ir donde Tú estás,
en Tu gloria oh Jesús
para contemplar al Cordero
que me compró aquí abajo
Quiero ser fiel, caminar contigo
y un día ir arriba.
En el último periodo de su vida, mi madre les decía a todos sus hijos: “Cuando el Señor me llame, les pido que sean siempre fieles a Él y que no lloren por mí, porque voy a encontrarme con el Señor, mi Amado Salvador. En lugar de sufrir por mi ausencia, piensen que estaré sentada a la mesa del gran Rey junto con Abraham, Isaac, Jacob y todos los santos, tanto los que conocí como los que conoceré. Todos estaremos sentados a la mesa disfrutando por toda la eternidad.”
En los últimos días de su vida, uno de mis yernos fue a visitarla. Ella ya estaba siempre en la cama y casi no podía hablar, pero con un hilo de voz le dijo: “Hijo mío, ¿cuántas veces te han hablado de Jesús? Piensa, cuando Él murió en la cruz, le pusieron una corona de espinas en la cabeza; lo hizo por nosotros pecadores. Sin embargo, si somos fieles a Él, ¡la corona que nos dará será de oro!”
Dos días después, a la edad de 95 años, el Señor la llamó a Sí, y pudo decir: “He peleado la buena batalla, he terminado la carrera, he guardado la fe. Ahora me espera la corona de justicia que el Señor, el juez justo, me otorgará en aquel día; y no solo a mí, sino también a todos los que hayan amado su venida” (II Timoteo 4:7, 8).
Maria Martucci